CEREMONIA
LENTO, sumergido en la ensoñación
Del ceremonial del mate,
preparo el filo de las hojas
que contra mí van a usar
las perras estatuas lentas,
los blanqueados ojos por el llanto
contra esta tela viscosa
trenzada desde el culo de la araña
que me ha dicho se llama
Autorremontarse
EMPIEZA
Desmenuza la mano de esta rabia los códices
de lo que creíamos. Pero ahora no creemos. Estoy solo,
azuzando con palabras al plural de los perros en que me he convertido:
tocan las ofrendas desmembradas.
No es otra cosa este hambre que es un ojo con iris de cuchillo y quiere que no olvide que
estoy solo,
usando la palabra solo sin saber comprender.
Alguien pide uñas a la rabia y la rabia
es considerada conmigo. Porque estoy solo
revolcando el pelele de lo que creíamos. Y no llama a la piedad
el muñeco
después de ser apaleado por las viudas dementes, lascivas
de la ceniza en miércoles. No hondeo bandera alguna
y lejos
la flor del ártico es algo que no se permite. Muerdo mástiles
largos palos vacíos de que estoy solo.
ESTA TERGIVERSACIÓN de lo que sí y lo que no. Este barro
de lo acontecido y lo alucinado. Este resplandor cruento
que lo acuchilla todo. Me muevo en terrenos que a mis pies
se deshacen y silencian cuando piedra dura tornan.
Nuevamente, ¿qué pasó? Nada cura en el pretérito. El arado
es cruel con la tierra, pero la sombra es perpetua después del arado.
La sombra del surco más duele. El arado no, finalmente. El surco.
ACEPTO LA SOMBRA.
El juego de escarbar haciéndose lápida
en uno
de uno mismo. Acepto el verme
repetido y muerto
en el través de la memoria agujereada. O mejor
la memoria en agujas
de pura luz endurecida.
El dolor sin sótanos en los que hacer ruido
y gritar
que me duele
que me está doliendo
y esperar
los laureles . Yo muero
esperando pájaros horrendos que amamos
todos. Por ello
acepto la sombra y me niego la pausa y abro
un grifo oscuro al decirlo. Acepto
a la bestia refinada que viene por la vena
empujando a través de la piedra
para enmudecerme y transformarme
en miseria. Oigo
la risa oscura del sarcasmo.
ALGO dentro de mí se odia
de una manera atroz e impertérrita
como el rezo de monjas la rueda de molino
machacando el tiempo de la vida con la piedra; de la sombra
la piedra el
mugido,
la música de las esferas lubricadas
por el aceite del asco de saber y saber y
saber que
dentro
algo se odia por no ser animal finalmente, y
se teme de serlo. Y se ama
finalmente como se odia, con una maña lenta
atroz
de rezo
QUÉ SENSIBLE CONDENADO. Apaga cigarrillos
hablando de su futura calavera. Apaga cigarrillos
en la noche. Habla de la noche. El condenado habla. Fuma.
Bebe el coñac lento de sus palabras. Llegará la venganza
dentro de su sonrisa. Llegará brillando
en sus dientes cariados. Ésa es la noche. Ésa. Planea
los crímenes que cometerá por la futura justicia
que a su nombre ya debemos. Es importante tener nombre
si deseas tener tu calavera. Hermoso es el púlpito de Carroña
para el oído caníbal de manos asustadas. Recuerda esto: en la ciudad,
el gallo nunca canta, son los coches. Las luciérnagas son animales ciegos
RECUERDA
“A favor de la vida sin esos ojos ni oídos,
Contra la mentira llamada corazón, y
A favor del olvido, la brisa oscura de manos
En los negros túneles en contra del sol.”
Marcelo Cuerva.
ESCRIBO contra la ventana
y contra el sol.
Mi espalda para el sol,
el dolor mortecino
del tuétano que pudre,
para el sol.
Y contra la memoria
escribo contra el rosal,
la parra bajo el sol.
Y la leche de este odio,
contra las finas lenguas de amor
la exactitud de tajo
en la bondad de inquina.
Vierto, escribo, exudo contra
las ruinas pertinaces de años,
cubiertas por el musgo:
bajo el sol babean verdes,
mis palabras.
UTILIZO EL ROCÍO
Los bueyes que pisan mi vida
son los bueyes
que arrastran mi nombre desde el yugo sobre la cruz
del esfuerzo silente.
Tiran
con la pasividad de marcha fúnebre
de lo que recuerdo
y lo que se ha entremezclado de las sombras
acuchilladas por la luz
hasta hacerlo máscaras que no nacen,
que siempre en descomposición,
detritus
dolor y júbilo devienen y
se muestran
con una alegría oscura,
en esta algarabía liberadas de la impávida estatua
orinan su velocidad
como en la costa miras
la quietud del mar, y sabes
de los reflujos sombríos dentro:
así los bueyes tiran. Grises los bueyes bajo el púrpura del cielo
que ya se acerca la noche,
ya lo hace.
Mas la intermitente sangría de la luz no cesa,
paño empapado,
y el crepúsculo va siendo dolor que no grita. No.
Bueyes que tiran sin gesto, sin mirada
y su máscara no tiene tiempo. No oyen ni mutan. Bueyes
machacando la tierra sin pasión bajo el cielo que cambia,
sangrado por la desazón de la luz.
RECUERDA
A borbotones,
palabras que explican todo mientras se hunden.
Recupero cadáveres del flujo oscuro del agua
que corre
violenta por el surco del ataque animal de la memoria.
Y Todo así deviene: necesitando descanso, busco tierra oscura
y confundo la guarida con la poza. Así,
equivocadamente, me estoy consumiendo como el fénix
que sabe que volver es un espejo.
Embudo con cánulas en espiral:
pasa el rodamiento del hecho
a la pesadumbre del hizo. La calavera
troquela las techumbres con su risa. Siempre hay clavos
cayendo contra el hombre que cuenta las heridas
que los clavos causan al silencio.
No lo niegues. En la materia que buscas
no hay silencio. Los espinos se injertan de la sien
en los dedos. Del algodón,
nívea la flor
se empapa
con un líquido espeso. Los flujos
que en ti se han alimentado de lo que hubieses y de lo que has:
Presa de la estirpe, la bestia brama. Pero ¿quién es la bestia?
Pasan sobre ti los raíles de palabras silenciosas. No palabras,
labras de castigos negros. Siempre en el débito
todo lo que miras duele.
“¿Quién llena de cepos la vida de los niños?” Eso es sólo llanto,
raíles. Buscas y sabes
que a cada luz reconocida
un tajo
perdura sin saber por qué motivo.
Dos mil años o padre no es suficiente. No es suficiente. Conoces
las ridículas esclusas donde brotan los nervios, las huestes
de los ojos que te miran
y
has llegado a un punto,
como el iris falso del caballo en la feria, que giras
y giras
sufriendo el dolor magnetofónico, la sentencia
machacada nuevamente
sobre el fieltro oscuro de la mesa del juez
en un pabellón vacío. Culpas para quedarte sordo. Sordo. Neme:
Recuerda la leyenda de las manos cortadas. Busca dentro
de los horrores conocidos, atravesando
los caudales de las vomiteras de años, el desasosiego
de las bandadas pasando sobre tu cabeza. Corta tu cabeza
y abre la noche:
que brote en la carótida de lo que no hace que comprendas
sino que sufras. No hay molinos,
son aspas de hélices
de los horrendos ángeles que te desfiguran
cuando recuerdas. Y no hay luz:
hay cuchilladas de luz. Y duele. Quieres la arcilla
de lo nemoroso y lloras
porque reconoces las caras de los asesinos.
El tiempo lo muestra todo con una brutalidad poliédrica.
Dura como un muro, impone a tu frontal
la sémola de la lamentación. Rezas sin más dios que la
automoribundia. Los dientes romos
de moler
la pulpa. Mírate
viejo y ahorcado, y levántate. Al otro lado del cuerpo
está la estatua
en espera de lo que debe hacer tu mano
que se acerca al interruptor y enciende y es
ya pleno día. La estatua
te pregunta: como una moneda cae
su voz
en el pozo opaco de tu deseo.
AMAS LO QUE TE DUERME DEL HORROR.
El maíz que cuece y la hembra
que espera, cada vez más lejos
la carnalidad de la estatua. Amas
lo que aburre a las azadas que ahondan en la umbría donde nadie gobierna,
país del topo. Tus ojos blanquean lentamente
a este lado de la Polichinela, que sueña con mover los labios
y decirte el secreto. Pero
¿quién es cuando dices Polichinela?
¿quién es cuando el cisne y la estatua intentan vivirte
en la blancura? Hay el río en cientos que deviene:
La ciénaga que producen
por las galerías asfixian lo que el cisne
de la hiedra canta. Lo que el rictus de la estatua alumbra. Y no hay luz:
hay cuchilladas de luz, tajos que se niegan
a ser traducidos. Los alfabetos pueden
alejarte,
pueden
poner distancia suficiente,
pero es mentira. La simiente es
la sémola. Reza como un judío sin dios. Recuerda.
MUEREN LÍQUENES en esta tristeza. En esta parsimonia
mecánica
de la masturbación
buscando hambre. Así estamos. Estoy. Buscando hambre
dientes tengo, manos y hambre de luz. De luz herida
pero busco hambre de otros cuerpos. Busco
la concordia del asesinato
el reconocimiento. Hambre de luz me ha apartado de ellos
hambre de luz me ha hecho buscar en la umbría. Y el juego
de acercarse a la muerte,
y la duda y la confirmación de la muerte
como música única
final en la “no música”. La oquedad real del silencio
comprendo de golpe
y cada día.
Sin aprender nada.
Huyo cada día en pos de ellos. Y llego a la habitación
de la pornografía. Y no veo. Y mueren
líquenes en este jergón respiratorio. Convulso. Torpe. La mano
trabaja la piedra nemotécnica. Suda la mano. Enrojece
lo que será púrpura y luego abrupta leche
sin conseguir abandonar lo que ya sé
pues sé
entre los líquenes aplastados por cascos
mientras escucho un gorrión después del grito
que ya no será. Que todo era. Es
en agujas
y luz
y negro
confundidos.
FRENTE A LA IGLESIA QUEMADA RECUERDA
La iglesia abandonada tiene ese aspecto. Boca
y ojos surcos. Sombra que sale
emanada de la piedra gris
ajada por el arado de los años. Los inviernos. El cielo
es tragado por las aciagas ventanas. El portón
desdentado y oscuro tras el incendio de hace tantos años
me mira. Su grito, ya mugido. Sombra. Tantos años. Pienso
en la elucubración del tiempo frente a la faz gris,
noche o caníbal de boca y ojos. Boca
como la boca repetida, túnel, de aquellas pinturas
de El Sordo en la Quinta. La sombra de brutalidad avanza
repetida en la podredumbre de
la piel
del pincel
del muro. La sombra avanza. La iglesia abandonada
tiene ese aspecto. Sorda, muge.
RECUERDA
Ese hilo de sangre en la nariz. En el espejo. Recuerda
Siempre en verano. Siempre en invierno. Había un niño
enfermo
casi azul,
endeble
de enormes ojos torcidos. Miraba a la madre. Recuerda,
ese hilo de sangre viene de allí. De los anillos en ofrenda. De los domingos
dorados que morían en la ceniza
barro de los gorriones. La tierra era el muro,
era el cielo. El enorme edificio triste
con los ojos y la boca abiertos en los cristales rotos. Siempre en invierno,
en verano. Siempre. El sudor
ensortijaba el pelo que amaba los dedos. Los sucios dedos
que tocaban los cadáveres de los animales torturados. Ofrenda
del juego. Ofrenda para la madre. Todo aquello. El sueño que llegaba en los sillones,
la trinidad de las extremidades enlazadas,
las respiraciones profundas del hombre oscuro que mecían
del niño el sueño. La escalera
en brazos. El sueño. El beso con el labio sin tumba,
la saliva y la oración del ángel
arrancada de la dulce duermevela.
La pesadilla. Los cuerpos que llegaban al sueño
que no eran monstruos, que eran asesinos,
violadores, canallas desdentados
que se ocultaban en el embozo de las camas. Que hacían huir
de la habitación donde el gran muñeco azul
en un rincón,
yo sé,
masticaba su odio de regalo de padre y madre
emanando el venon de la pesadilla reiterada. Asesinos.
Violadores. Mujeres. Las más atroces
De las que nunca llegó a mirar al rostro, de las que sólo distinguía el tacto
de las uñas en la espalda. Vivían en la pared. Hacían huir. Huir
hasta el lecho nupcial. La cama enorme. Madre, tengo miedo. Busco el nido. La guarida.
Madre. El espejo. Recuerda.
Siempre en invierno
el hilo. La urgencia de la bañera. El agua fría.
Siempre en invierno. Acetona. La madre dejaba que orinase sus manos. El sudor
era un llanto en la frente, bajo los ojos. La madre. Acetona. Automóvil. Practicante.
Toallas empapadas sobre la piedra caliente del hueso. Recuerda esas manos
y la completa soledad en el dolor. Y después del dolor,
el fingimiento y el premio. Mira al hombre araña:
cuando tiene cara es otro idiota. El niño se cubría
la cara, siempre en verano, con las redes
rojas de naranjas
y trepaba
por las enredaderas,
los sillones. Soldado ametrallado,
tirano y temeroso de la huella
si la puerta daba un golpe. Si daba un golpe seco,
como un surco. Abierto
como un surco en la tierra helada de la noche
venía el pavor. El miedo.
El amor una sombra una sombra una sombra tras la puerta
cerrada. Recuerda. Como la mole de la nube negra,
siempre en verano,
enturbiaba el sol. El aguacero
de los golpes de las palabras. Las puertas
cerradas como cepos. Las manos
vistas tras los cristales neblinosos del llanto. Monstruos. Eran hombres.
Cuervo del entrecejo. La sombra futura que ya emanaba la furia
de la herencia,
pues así los hombres se oscurecen. En la furia. En la furia. Recuerda.
Era un niño. En el espejo. El hilo en la nariz. La sangre.
PRISMA EN EL ERROR. RECUERDA
Hilos iracundos
se clavan en la materia blanda
de la nuca. Esquirlas de pura luz
que nebular, encharca
tras la embestida,
heridas de fotografías
vivas
que recuerdan:
en el aceite está el oro y el asco y
mira el plato
el niño. Sorbe el niño,
descubriendo
que la enfermedad tiene
su obligación
y sus castas.
Se nace para ser cruel con los gorriones,
y la piedra ya está en la mano
cuando uno mira,
la gris de veta oscura:
la asesina
Recuerda.
Se nace para desmembrar a los insectos,
y nadie puede comparar la diversión del juego
a la diversión de la tortura
en la mesa del comedor
nemoroso de siesta.
La muerte sólo es el final del artefacto
Se nace para reventar sapos a solas
bajo luna, loma
de la charca.
Y tú serás los sapos. Ahora lo sabes
mas qué importa. Sufre
la desfigurada luz del juego
ahora, débil y miserable
tras el descubrimiento de las cercas
que han cosido en ti:
sigues el reguero de hadas muertas. Y ya no aplaudes.
Y si aplaudes,
se abre un hueco de silencio.
Una garganta de silencio
y suena el reloj.
Los cocodrilos del quién
y del cómo.
DESPRECIO. RECUERDA
Yo ya era un niño soldado ametrallado cuando empecé
a beber y un amante
muerto
ya fumaba lapiceros y comía barro antes de los anzuelos
de la turba:
yo ya era
un asesino
mi perro las palabras
el sudor estrábico en la frente ensortijada:
yo ya era Medusa antes de la sierpes de la mentable enferm
edad mental
y estatua
en el opio de las tardes. O sueño o palabras
encadenadas. Dedo índice
y dedo corazón doloridos:
antes de las hembras y los traidores yo ya era
un niño antes de la uñas un soldado
ametrallado en los sillones un jirón sin moneda de aplauso
antes
de Pinocho
yo ya era
la Polichinela: los leones
antes
de los caballos
porque antes de Daniel ya tenía
la cabeza entre las fauces, y
antes de los espectros
yo daba
de comer a los perros que se ahogaban en el estanque del castillo.
Brevas
antes
que
la pasas
yo comía lagartos antes de sufrir los cocodrilos del quién
los cocodrilos del cómo. Tuerto
ya era
ametrallado:
antes de los cuervos las urracas robaban el anillo de la mano dormida
de la madre antes
del rey muerto
el humo de la noche en las palabras del rey
con cornadas y caños de pistola
ya hablaban por la sombra
antes de la sombra
el muñeco azul: la atalaya sobre el pulpo de la pesadilla
del que sólo las manos veías debajo de la cama
antes del pánico
el miedo
antes de la idea del nicho yo ya era un santo muerto
antes de la cruz: Baltasar y la mano oscura
tiznando la pared
con la palabra.
ATALAYA. ROSARIO. TÚMULO. RECUERDA
Cadáver del rey de la montaña. Fuma
la telaraña
lo que piensas – una hermosa gacela dormida
de oscuro amor. El rey alza las manos
sobre el túmulo de los ejércitos derrotados. El rey de la arena
y mira, ya se hunden sus pies
en las manos de las hordas con nombres de niño. Gritan
secesión. Los oyes
mientras los garfios desgarran el cromo del recuerdo. Gacela
que sangra oscura
versos de un amor inconfesable al sudor. Éramos helénicos
y éramos bárbaros, y comíamos
como comen de la brida
los caballos furiosos de las calesas de esta atrocidad
de recordar acuchillando. Elévate al sol una vez más y siente
la carne como una canción y no
como un grito que se retuerce y que no se detiene y que busca
esa carne que
sobre la montaña
no se sabía más allá de las hambres
y los juegos. Que se acariciaba en el asesinato
de los enemigos. Y en esta mañana busco lo que encuentro
pero soy perros encerrados y no,
la saloma de la marina boca se desgarra pues hoy bebe
con dientes de rantel la licuación del canto - óleo sobre la frente
del rey suspendido en este espejo. Niño
¿no ves que tiraron la arena y talaron los árboles
y sembraron paredes, y no sólo tú
si no el paisaje también ha devorado el recuerdo?, ahora
también piensas y ves esa otra imagen
de los palcos derruidos por Realidad. La perplejidad es sádica
que te miras ahora
cayendo en pozos que son lagos
de un vientre a otro
de la pesadilla
en la que estás inmóvil pero en la velocidad
cuando cunde el desmedido y breve fulgor
que la atraviesa
desgarrando
repitiéndola.
PICOTEAN CASA DE PAREDES AZULES. RECUERDA
Veo picar a los cuervos sobre las imágenes de un dolor
que muda. Quejumbre de los pernios de una puerta hinchada
por la lluvia. Veo
la ceremonia cruel de esos cuervos, y
en una campana de cristal, el tiempo de esa estancia
detenida. Mira. Miro
los restos de la ternura fría que no llegué a entender. Y un día
llegó el azul a las manos. El azul que ya estaba
en las paredes,
que era un vaticinio. Una espera
de ese acontecimiento inmenso del silencio. Arriba,
en el lugar de las vidas inconfesadas
escondidas en armarios
oscuros los pequeños lagartos siguen buscando. Buscando
que ya no hay hiedras de palabras
en las que arrastrarse: un vacío de sombras blanquecinas, de azules
humedales de silencio queda. Eso es lo detenido. Y
sobre esa paz de la muerte
que es el moho creciendo como el ópalo del olvido
en las sombras colgadas de las perchas,
en los armarios agrietados de luna vacía
donde duerme
el rostro basáltico del soldado
que aún apunta al cielo
que aun lo mira
cuajado en un aparte del tiempo: sobre todos ellos - los fantasmas, la verdad
de humedales, el azul de pavana, las manos
repetidas… picotean los cuervos, conjugando elegiacos lo deforme
donde las manos arrancan
la víscera al conejo. Y el conejo es la madre. Y el niño
odia. Odia todo ese silencio
lleno de máscaras exigentes. Cortadas por los labios
las preguntas siempre, en el lugar donde nada era banal: allí aprendí
el arte de la tumba
y el pedestal del gesto. Las argollas
de las iniciales. Hoy los cuervos despellejan mostrando
la verdad que corría
oscura de lagartos por la cal agrietada.
En el patio brindaban las copas vacías: en mitad de las risas rotas, los adultos. Y los mirabas y siempre
un hilo de rencor
bordabas
en un pequeño pañuelo
que
miedo en tus ojos, se extendía
sin que nadie lo viera. Y recordar los ríos
de los apellidos: nombres como estirpes de reyes romos,
ahora inventas y saturas y crecen como hiedras sobre lo que dices
y son los cuervos,
crueles y enloquecidas carnes de la noche, los que hablan
graznan sobre la imagen. Picotean
y arrancan. Miro. Miras
tristes majestades blanquecinas que había en esos ojos. Los cubre
una tristeza. Míralos vacíos en las paredes. En la casa vacía
en la que ya no entras, te ves rompiste el espejo
y mezclando tu sangre con el sepia
exotérico de las fotografías
del espectro de aquel nombre oscuro que murió un invierno:
un invierno
en el después vino muriendo todo el mundo. Pues siempre la pavana
nos va a llegar desde el frío de dedos afilados. Azules.
Azules picotean a veces en el brillo de la pluma
los cuervos negros
que operan
enloquecidos
el corazón abierto de esta casa.
Los vikingos han muerto. El barco en el silencio se hunde
sin que nadie queme los cuerpos. Parte del azul
ya su querella
que se va haciendo lenta en el niño que llora
esta noche en este verso,
y despluma un ángel.
RECUERDA
EL HÉROE se acuclilla y defeca
sorprendido por el tiempo. Y surge el ojo dentado
dentro de la tinaja. Su mordisco rompe las rodillas
para mirar qué líquido blanco y mortecino
brota
de la célula que se pudre. Que muere a millones
en la descomposición del cuerpo de un hombre. Porque
había un hombre que no dormía nunca
en las noches espesas del verano. No dormía nunca,
vigilaba en una hamaca verde
que los lagartos no devorasen el sueño
de aquel niño.
Y no dormía nunca
y le dolían las rodillas de sujetar la noche sobre el sueño
y le dolían los oídos
de escuchar al mochuelo tocando el yunque de la noche. La piedra pesada
de la noche
hecha de paredes blancas en la vigilia
donde sonaba la radio
con aquellas palabras pronunciadas por reyes
que mentían. Y corrían los lagartos
buscando
a la mujer y al niño. Y no dormía nunca.
Y formó la barbarie un nudo
que cundía en clavo del mochuelo
y clavaba y clavaba
encima de sus ojos. Sombreó el entrecejo
con el morse del yunque en las noches.
Mira ahora al héroe
llorando por sus rodillas
en una
y otra y
otra habitación cerrada. Mírate, monstruo, mirando cómo lloras
por el héroe. Mírate fingiendo “soy Telémaco”
y en el giro de llave sonríe con el filo del profesor Mabousse. Grita
Siete Veces
El sello
De Siete
Gritos.
Pero a nadie rezarás por ese héroe. Ríe oscuramente
de todo ese candor el asesino. Después de la brutalidad de los
cascos de caballos azules,
bebe el oro del orín caliente
en la poza,
cíclope en la huella
de casco de caballo. Negado para volver al azul
destroza las rodillas del dios bobo
y llora y
ríe,
frío
como el infierno.
RECUERDA
FALLÓ LA LECHE DEL PECHO al intentarlo. El paladar
del niño traía ya la sombra. Recuerda ahora
la única leche que mamaste
durante las inmóviles tardes calurosas. El odio
bebías con la boca llena de polvo y bebías
la esperma de la venganza. Esa era
sí, resplandeciendo
en los dibujos
que lo llenaban todo. El monstruo gigantesco
de uñas
y garras y cejas y tenazas
a veces, pinzas de cangrejo que par
tían el cuerpo de los héroes. Dibujabas viviendo, y aunque
tú decías ser del lado de los numerosos
que atacaban
cercando al monstruo en nombre de la justicia, el monstruo era
el centro de tu dibujo. Y algo se hacía en la mano,
que un disfrute lento
se extendía en ella
al dibujar aquel titán en el momento justo en que
exhalaba
el último y más atroz rugido
en el cenit de los héroes de la justicia, mientras los garfios de la luz
alumbraban el cuarto
en las inmóviles tardes que no terminaban de pudrirse, mientras el sol
quemaba a las hormigas en los muros blanqueados del
infierno de la calle. Era una cosa y es algo
que transformaba el disfrute en cosa que ahora
me atraviesa fría, como una grabación
que consigue hacerse legible para anunciar
que allí resplandecía
privadamente
en esa mano izquierda sin nadie que lo viera,
la nieve ennegrecida del allegro por el horror de la caza.
He dicho la caza: sí, la caza
RECUERDA
HABLO CON LA SOMBRA endurecida en alfileres. Hablo.
Alambicado el dolor de la rodilla muge
en su ceremonia pantanosa. Lento cae el labio en la espalda
en un entumecimiento de distancias. Dolores.
Sí, hablo con la sombra de lo que recuerdo. Y hay
tantas huellas de manos
que es inútil moler la piedra de mi nombre. Sólo sombra
sombra. Hablo en silencio desde la oquedad del hueso. Preguntas son
respuestas tocándose en espejos: como senadores
animales que devoran juntos al ciervo
de la palabra.
Se endurece la sombra en afilados hilos de luz. Hablo con
mi dolor y grito con mi mueca. Yo
dije
yo
hice. Demasiadas cosas
demasiadas veces. Se ha roto el límite. Las aguas de lo que sí
y lo que no, se mezclan
en el hacinamiento de palabras. Manadas que no aplacan ni dicen
la verdad
ni mienten, pues existen. Lo que ha cesado es el límite. No hay nada irreal,
los animales de la carroña se perpetúan sobre el cadáver de lo real. Sin
sentido, articulo flujos ciegos que se embisten y anulan. Y duele
la rodilla y duele la espalda. Y duele
la memoria.
Aprendo palabras: Sabotaje. Mofa. Brillo. Saqueo.
VUELVO CAMINANDO SOBRE MÍ RECUERDA
El escanciador no se detiene. Derrama
la amalgama de los grafismos
garfios
sobre mis gargantas
ojos.
Sí
Ojos,
pues no tengo otra cosa. Ojos
que lo consumen todo
que se repiten
tapiados por los maderos de la realidad.
Del prejuicio a la pesadilla.
Del
horror.
El escanciador vierte
las vertiginosas risas
cuchillas
contra mí. Yo
respondo con
ojos
con barreños de llanto.
Con mugidos de lo que pierdo
- pido
algo de carne aceitosa donde arroparme
los ojos. Pido
merecer esa culpa
y poder dormirla
igual que el simio que no sueña con Especie. Más
las risas son oscuras y absorben
las pequeñas linternas lacrimales. Y no
hay luz: en la canción no hay luz.
es la huída que corta a través las juntas. Y no hay
luz: los barreños avergüenzan finalmente. Las manos
son parte de los ojos
finalmente
la voz
se reduce al quejido animal
que no llanto
nace
deglutida la conmiseración
y atravesado el espejo
se camina sobre la carroña de lo que se comprende
(lo que no se comprende) arrancando sin manos – recuerda,
sólo ojos - y acercando las carcasas
de animales que eran tú: lo que tú
que no era finalmente lo que ellos. Mentiras no hay
como no hay luz
más allá del tajo. Comprendes y
olvidas para seguir
grafismos
garfios
grifos.
TACONEO DENTRO DEL SILENCIO. RECUERDA
Perverso bailarín que taconeas sobre el suelo
empobrecido de mis sienes, y dejas
la herida múltiple del clavo, el golpe
de tu quejido. Bailas sobre las estancias matando
a la mujer que se busca el amor con las manos
hundidas en el sexo, y en la cueva no hay nadie. Nadie más que los trazos
vivos de heridas que aún sangran y repiten
a la mujer
que es tarde,
tarde,
tarde para reconocer el nombre. Que ya se ha ido. Que está lejos, que salió
hace años
buscando los bosques. Perverso bailarín
al redoble de la caja, la rosa amarilla de tu odio
se enciende en ese nombre
con la luz de los dientes que roen,
amarillos
por el camino del tabaco de doce años
doce compases, uñas doce,
clavadas en la carne de lo que requiere ser regado. La madre
buscando en lo angosto y herido
lo que ya no está. El nombre que era paño, que era gorrión,
que era sueño. Ahora insomnio. Sin párpados y a pesar
de ellos,
¿quién cierra los ojos sin seguir cundiendo en los oídos? ¿Quién amputa el circuito
neuronal
en los continuos atropellos de luz? ¿Quién es capaz
de parar esos pies, esas manos
que cogen la manzana
miran la manzana, muerden y escupen continuamente
lo que era manzana
y es pulpa amarilla, zumo de la rosa que portas en el ruido
seco, en la metralla
de la miríada de martillos del compás, bailarín
sobre el yunque ennegrecido
tablada de mi sien? Tapas las ventanas de mi vida a contratiempos
con los dientes los oídos y puedo odiar,
odiar, odiar. Odiar sin descanso ni horarios,
como el que bebe
el flujo del canal umbilical encerrado
en paredes de carne que lo permiten todo. La madre busca
pero está vacío. No hay pañuelo. Ni esponja
ni brazos en que desmayarse. El animal sólo ha dejado heridas:
trazos en las paredes como los hijos atroces
de los ojos
en los hombres antes de los hombres, los animales que pintaban
deformados y que soñaban
atravesados por lanzas. Signos de lo que siempre machaca
sobre el suelo, al caer la maraña
la mañana
el clavo.
RECUERDA
“Morirás, y de ti no quedará memoria,
Y jamás nadie sentirá deseo de ti
Porque no participarás de las rosas de Pieria”
SAFO
Hociqueo en las rosas
ciego. Ciego de vivir y de mirar
los labios perfilados de mi rostro
en la pesadilla
eran
los de un asesino. Malva de mis labios
alrededor de mis ojos
crece,
ciega de vivir y de mirar. De mirar
no ver. Oír los movimientos de las sombras
que reptan a mis pies,
hociquear en las rosas viéndolas, buscando
el alambique del tallo,
los labios en mi rostro:
los de un asesino.
RECUERDA
ENTRÉ COMO UN JABALÍ HERIDO, embestí la habitación
oscura que era esa memoria. Como un jabalí
herido, buscando
la herida, mordiendo la brida de la pura rabia. Así entré
sin saberlo. Y allí había padres
y hermanos y niños
que dormían. Los agujeros se ríen en mi cara que tiembla
y ya no hay quietud. Los cuerpos
heridos
preguntan
por sus agujeros. Hijo, niño, hermano, preguntan
y no hay lengua
en mi boca. Grito desde un tubo de metal. La palabra que tengo
es la palabra de la barbarie y es la quemazón
de la herida
por la lanza invisible de este signo en que me he convertido,
jardín de tierra oscura
donde crezco,
alrededor y dentro
de indiscriminados nacimientos amarillos.
INTENTO DE FUTURAS MANOS. RECUERDA
Llego a los objetos a través de mis manos ancianas
como a través del oscuro esfuerzo de una poza. Soy un viejo.
Un viejo que recuerda y miente. Miente
en busca del recuerdo. La vela no se ha apagado. La llama
es tenue. Nudos en mis manos. Tocan. Sacan formas del cieno
y dicen. Llego a los objetos
a través de unas manos que no existen, en una vorágine
lenta, confundida en la raíz misma de su explicación. Soy un viejo,
un anciano que lame la estatua de su muerte
pues no hacen otra cosa los ancianos. Esperan
hundidos a hundirse más y más en pozos negros. Esperan
con los ojos nadando en las pozas del recuerdo. Y yo llego a los objetos
para mentir
desde las máscara,
nudo de mis manos. Veo los cartílagos, las falanges. Las piezas
de mis manos
¿por qué engranan? La vela no se ha apagado. Soy un viejo. Un anciano
que no quiere ni puede
luchar contra el agujero que se agranda. Que traga
desde el centro del cuerpo
todo. Como un hambre
sin sosiego, lenta absorción de sumidero. Y busca
la memoria el anciano, y deja el mundo
porque el anciano odia lo que llegará a mañana. Sus manos
no son manos. A la poza deben la patria. Y esclavo
de la comprensión, me extingo
viendo la hierba que crece oscura y terrible sin importancia
que lo hará cuando haya una piedra con mi nombre sobre mí, pues no
todavía
no
todavía,
me niegan mis manos las no manos de la sombra: Fallo en el intento y me nombran tartufo.
(El cuerpo dice, espera)
LOS OBJETOS NO RESPONDEN a la llamada del nombre. Las manos
se horrorizan cuando no reconocen. Si no son, nada es
y al tañido de campanas de cristal, pequeñas, un agujero se abre
un agujero contra la raíz
y viene el temblor el temblor el temblor.
NADA ES COMPARABLE a lo que en contra del nombre
de las cosas avanza. Un reguero
que se ha abierto paso a través de la carne de la consciencia,
contra el hilo temporal la verdad de aguas oscuras.
El ridículo del ser es un paño sobre el que llueven tijeras.
Los actos inconfesables son campanas. Nerviosas
campanillas de cristal.
SÉ
Me entrego. Busco. Llamo
a este juego de reconocer y destruir y llorar
impávido
dentro de la estatua. Los días están pasando. Los que no existen y avisan
oigo, esos cuernos que sé que no están. Lo que está sigue inmóvil
al otro lado de la piel de la Polichinela. Me entrego y finjo
la desesperación hasta enconarme en la real:
oigo los grillos en los agujeros de las mentiras. La verdad existe
en todo, finalmente. Y las sombras. Alguien reclama
de la violeta
el golpe
alguien busca mi nombre
como el que busca la piedra más confusa que lanzar al cráneo.
Llamo al ruido de la puerta cerrada
Monstruo
al ruido de motor
Esperma
no es el mar derramado en la orilla. Es la leche
del nombre
para el asesino de sí. Llamo al ruido de la puerta del signo,
oigo el ruido seco de los cuerpos muertos,
los caracteres sobre el suelo ocre del poema
donde alguien está buscando mi nombre.
ÚLTIMA MENTIRA
RÉQUIEM DE SIETE AÑOS
Hace siete años paseaba por cementerios de aviones. Ahora soy un templo
por el que los monos corren. Y no ha pasado nada. Días. Tardes.
Noches caporales de tabaco
donde Jack The Ripper encontraba a Alfonsina Storni
y le ofrecía, oh Sagrado Templo, los ojos
de Borges. Y no servía. Y Alfonsina se perdía
nuevamente al mar. Hace siete años El Parnaso
En El Lavabo! Cómo no! Por supuesto que puedo
abrir otra botella! Y puedo vomitar el vino de Siete Años y no
haber visto ninguno de esos atardeceres…. ¿Cuándo llegó
al corazón la sensación de ancla? No lo sé… lo que me contaron sobre
aquel cuervo blanco… o ratas comiéndose el corazón azul… del alumbrado que silabea
“Nemoneme”. Un hombre muerto.
Uno sólo.
Tabaco hasta la habitación del rey. Pozo del vino.
Máscaras secas en el suelo. A los pies, los nombres abandonados y los símiles
de deidad en moldes más pequeños que el hambre a saciar. Siete
o descubierto el caníbal, no has llegado a mudo. Porque hay siete años de muerte. La hierba
de siete años creciendo en la boca de la cabeza decapitada del Monstruo Poético. Y hablo
de mi primera muerte: hay inyecciones de Valium en estos versos
donde las manos tiemblan
sin terminar de asumir la tristeza incandescente de la farsa. No puede quedar nada.
Los caballos
se encargarán de eso. El rey ha muerto:
larga vida al Buey! Siete
o mi número de la Suerte. Pero tres
eran las Parcas y cuatro
las Manos Ennegrecidas de Visnhú en los Palabreados
Puranas, y yo ya era una estatua ecuestre cuando,
hace siete años,
inicié la Revuelta Del Mármol. Apretábamos las hebillas de Hefesto
en la Trampa,
azuzábamos al Tábano donde cualquier vaca era Ío, pues era todo
lo que sabíamos del trabajo del buen sufrir: ahora, esas cosas melladas, huecas y dolientes son la piel de peces
blancos
que atraviesan
en la oscura materia de la noche
mis costillas. Y eso no es nada. Días. Tardes. Voltaren. Noches: la absenta
al final, sólo un líquido; los galgos, una metáfora. El horror al final se atisba, repetido:
El miedo es un perro que a mis pies se tiende para ser acariciado mientras contemplo el destino y sus dos cabezas: ¿No vas a abandonarme, Madre? Las parras del jardín arden.
La ceniza será nuestro perdón cuando consiga abolirte, Padre, porque he muerto desde hace siete años y la noche no ha pasado. La noche está,
Padre. Nadie va a sacar esos clavos. No hace falta: un hombre puede
vivir en la noche. Lejos. Un hombre puede.
No necesita volver a su cadáver.
Hidra de Dámaso: he muerto amigos. Insoportables compañeros
os devuelvo la anguila de vuestras amistades. Mis ampollas
son mías. Con la lengua
los tejidos he limpiado de vosotros. No os temo. Soy el monstruo
que huye. Soy la muchedumbre que me persigue
con antorchas
y crujo,
pues soy la nieve
bajo los pies azarosos de la cacería. Soy el Dios de este quiste. No importa
que me haya ahogado. Sólo he muerto siete años. Siete.
He muerto. No lloréis por mí. Olvidadme.
SUITE
Qué pequeño pájaro éste
de la alegría que tiembla al despertar.
Cristal su respiración sin mácula
temblor, pureza de una sola sensación.
Criatura.